Trepalium
El concepto de “profesión” tal como se extiende por el centro de Europa en el siglo XVI viene de la traducción efectuada por Lutero de la Biblia e indica misión o encomendación divina. Sin embargo, serán el Dios de Calvino y su doctrina de la predestinación los que acabarán sancionando la moderna ética del trabajo. Efectivamente, tal Dios predestina a los individuos a la salvación y condena eternas antes de su nacimiento, de forma inexcrutable para su fe. Los fieles intentarán soportar esa incertidumbre viviendo según su profesión e interpretando que quizá el éxito en su ejercicio sea signo del destino que se les depara. En último término, esta obligación de trabajar más una prohibición para disfrutar de su rendimiento es lo que favorecerá las condiciones subjetivas de la acumulación de capital. De este modo, la aparente libertad dada por Lutero al cristiano, en realidad lo que hizo fue producir un más efectivo mecanismo de control que no requerirá de ningún poder exterior pues pasará a estar enquistado en el alma de los individuos.
La agencia de socialización encargada de moldear esta nueva clase de almas será la familia nuclear moderna en la que desaparecen gran parte de los parientes con los que antaño el infans convivía. De este modo cada sujeto interiorizará directa e inmediatamente, vía complejo de Edipo -y más exactamente por medio de la figura paterna-, esa alma sumisa torturada y tan propensa a la neurosis que requiere el mundo moderno. El mecanismo de interiorización se basará en un chantaje. En efecto, la ayuda que los progenitores proporcionarán al descendiente para su supervivencia irá acompañada de amor y cuidado, pero también de una exigencia de obediencia que no se da en entre el resto de mamíferos. El chantaje consiste en exigir obediencia, allí donde sólo debería haber amor, a cambio de dar protección y cuidado. Una primera pero limitada autoconciencia acerca de este nuevo tipo de sujeto producido la proporcionará el psicoanálisis y la teorizará en términos de represión de una parte muy importante de la voluntad de vivir, la sexualidad. Más tarde psicoanalistas heterodoxos intentarán “curar” a los enfermos de neurosis e histerias no suprimiendo la represión inconsciente por la reprobación consciente, como hiciera Freud, sino facilitando la liberación real (no hablada) de la sexualidad reprimida.
A principios del siglo XX, no mucho más tarde de que Nietzsche proclamara la muerte de Dios y de que Freud descubriera el complejo de Edipo, Weber reconoce que el valor del deber profesional ha desaparecido del acto de economía capitalista: “el estuche ha quedado vacío de espíritu” dirá. En su lugar aparece un componente de subjetivación hedonista muy dispuesto a disfrutar de la riqueza producida y, en cierto modo, más acorde con el capitalismo de consumo que se desarrollará en la segunda mitad del siglo XX. No debería extrañar que esta transformación del alma moderna haya sido acompañada por la crisis de la familia y del mismo psicoanálisis.
Por eso, no hay que referirse al hedonismo contemporáneo en términos de problema sino como solución. De ahí también la necesidad de evaluar la crisis de la sociedad salarial o del trabajo como una liberación y la revolución cultural del tiempo libre como la afirmación de un orden social y de una subjetividad que no han tenido lugar propio en la sociedad capitalista, incluso la del consumo. Pero de ahí también la necesidad de vincular la crisis del ethos moderno con la crisis de la idea del deber, con la sustitución de las patologías neuróticas por las psicóticas, con la crisis del psicoanálisis edípico y el derrumbe de la familia moderna.
Homo ludens
En un brillante artículo escrito contra el espíritu olímpico con ocasión de las olimpiadas de 1992 celebradas en Barcelona, Sánchez Ferlosio escribía que en el juego, a diferencia de lo que sucede con el deporte profesionalizado, “no se trata de conseguir nada al final sino de sacar gusto en cada momento” de su práctica, por lo que “cada instante está en sí mismo” y no “en función del anterior, ni del posterior, ni menos aún de un final, de un logro”. Esta actividad lúdica es capaz de abrir espacios de libre creación que cancelan el dominio de la seriedad instituida y en los que, según Huizinga, incluso tiene lugar la espontánea construcción de la cultura. Por lo tanto, la potencia creativa del homo ludens está más acá y más allá de la seriedad y coactividad que son inherentes al homo faber.
¿A qué apunta exactamente el juego y qué componentes de subjetivación libera?. Según Fink, con el juego irrumpe entre la finitud de las cosas ordinarias una “omnipotencia creadora” que apunta a cierta infinitud intramundana, la que según él animaban los dioses antes de la racionalización del mundo. Basándose en el psicoanálisis de niños, Winnicott ha llegado a conclusiones parecidas: el juego se desenvuelve en un “espacio transicional” que se sitúa en el límite entre lo subjetivo y lo que se percibe de manera objetiva permitiendo la preparación del sujeto para ingresar en la cultura. Este “espacio transicional” que une originariamente a la madre con el hijo se sitúa “entre el no existir otra cosa que yo y el existir de objetos y fenómenos fuera del control omnipotente”. Por otro lado, conviene distinguir en el juego dos vertientes: la paideia o playing, en la que se desata un instinto elemental de juego que, por ejemplo, permite al niño convertir en objeto transicional cualquier cosa que encuentre y entrenarse con ella para domesticar su imaginación e ingresar en la cultura, y el ludus o game, en el que el juego dispone de reglas precisas sobre cómo se debe actuar y sirve para socializar al individuo en la disciplina o para permitirle complementar su regulado tiempo de trabajo con otro igual de reglamentado. En esta segunda clase de juegos nos encontramos con los hobbies y los deportes contra los que Sánchez Ferlosio lanzaba sus iras en 1992.
Si por algo se caracteriza la paideia o playing, si tomamos la vara de medir economicista, es por su gratuidad e inutilidad, por el despilfarro de tiempo y energía que efectúa, por su exhuberancia.. Pues bien, donde mejor descargarán los adultos esta praxis de base que no abandonaron con su infancia es en la antieconómica y hedonista fiesta, una institución central en todas las sociedades, una “categoría indestructible de la civilización humana” que “puede empobrecerse, degenerar incluso, pero no eclipsarse del todo”, dice Bajtin.
Carnaval
Aunque el juego, la risa y, en general, lo lúdico, permitieron crear en la Edad Media una auténtica cosmovisión del mundo de la que fueron magníficos ejemplos las fiestas de los locos, la del asno, la de San Vito o San Juan, las risas pascual o navideña, los carnavales, etc., desde el siglo XV la seriedad fue monopolizando el poder para indicar los contenidos del bien, la verdad, lo justo, la belleza, etc., que tan familiares nos resultan actualmente. Un personaje característico de la edad de oro de la fiesta y paradigma de lo cómico, una esfera que no casualmente suele fundirse con la lúdica, fue el bufón, personaje obligado a vagar por los caminos europeos entre distintas clases de gentes itinerantes. Según Berger “eran exponentes de una curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia, erudición y artes del espectáculo que se buscaban la vida echando mano del ingenio”. No obstante, los orígenes del bufón quizás sean más remotos si nos tomamos en serio su afinidad con una figura recurrente en los mitos de todas las sociedades como es la del tramposo.
Esa figura, dice Campbell, “parece haber sido el personaje mitológico principal de las historias del paleolítico”. Era, además, “el dador de todos los grandes favores, el portador del fuego y el maestro de la humanidad”. El declive de su figura comenzó con el neolítico, cuando los dioses y los sacerdotes sustituyeron a la religión chamánica. Sin embargo, esta figura representante del ingenio, la crueldad, el desbarajuste, etc., volvió a adquirir fuerza en la Edad Media europea. Más tarde, esa “locura” se profesionalizó y empezó a formar parte de la Corte a medida que el mundo fue desencantándose de la mano de la diosa Razón. Así sobrevivió entre los siglos XVI y XVIII hasta que con la definitiva modernización desapareció. Sin embargo, como a menudo sucede en tantos ámbitos, sólo desapareció la forma institucionalizada pues a nivel cotidiano y en formas institucionales más difusas sobrevivió. En este sentido no es casualidad que los orígenes del circo y de los payasos coincidan con el declinar de la figura del bufón clásico. Tampoco hay que olvidar las sátiras y las comedias así como esos personajes, Gargantúa y Alonso Quijano, o incluso el mismo Hamlet, que son descendientes de la comicidad y locura medievales. Ya en nuestro siglo el cine dio cobijo a actores, como Chaplin, que son también discípulos directos del bufón de otra época.
Además de metamorfosearse y reaparecer con nuevos ropajes, el espíritu carnavalesco se vengó de la modernidad dando lugar a una enfermedad psíquica típica de nuestra época, la neurosis, tal como veladamente reconoció el mismo Freud. En efecto, en sus Estudios sobre la histeria escribió que las pantomimas de sus enfermos neuróticos eran algo así como la reproducción de payasadas y escenas circenses. Stallybrass y White se han tomado en serio estas afirmaciones y han sugerido que “los discursos de las neurosis eran representaciones inconscientes de prácticas sociales ya extinguidas”. Dicho de otro modo, es como si el espíritu carnavalesco medieval necesitara manifestarse después de su represión por la modernidad burguesa como una patología psíquica. El psicoanálisis nace entonces como consecuencia del descubrimiento en el alma humana del impacto de la represión del carnaval medieval protagonizado por la modernidad. Puesto que tal espíritu no podía manifestarse de un modo normal lo hizo patológicamente.
Exceso
Quien más radicalmente ha pretendido entender lo que la fiesta insinúa ha sido Bataille. En su opinión, en la fiesta estalla el numinoso componente sagrado del hombre frente a las exigencias del orden profano regulado por la política y la economía. Dicho de un modo, la lógica del exceso y del derroche gratuitos que la fiesta promueve conecta directamente con la exhuberancia dilapidadora y generosa de la vida, alimentada por un sol que no cesa de propiciar la multiplicación de seres y engendradora de más semillas y espermatozoides de los necesarios. Este exceso de vida, esta lógica del derroche, aparece socializada en la fiesta y se opone a una sociedad instituida que ha proyectado desarrollarse según una lógica contraria, la del ahorro, que ha impuesto una definición de los recursos en términos de escasez, ha naturalizado la desigualdad social y ha tomado con agrado la subjetividad ascética, esforzada y laboriosa producida por el protestantismo. Por eso -por su carácter antieconómico- no debe extrañar el recelo con el que gran parte de los gobernantes e intelectuales de cualquier época han mirado la fiesta.
Ortega proporciona un ejemplo histórico magnífico de la lógica del exceso que tiene lugar en la fiesta. Sucedió en la coronación de Carlos III el 13 de Septiembre de 1759 en Mijas, Almería. Después de hacerse la proclamación en la plaza de la villa se dio abundante vino y aguardiente a la muchedumbre que, con los ánimos calentados, se encaminó al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el trigo que en él había y 900 reales de sus Arcas. “De allí pasaron al estanco y mandaron tirar el dinero de la Mesada y el tabaco. En las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar, para más authorizar la función, quantos géneros líquidos y comestibles havía en ellas. El Estado eclesiástico concurrió con igual eficacia pues a voces indugeron a las Mujeres tiraran cuanto havía en sus casas, lo que ejecutaron con el mayor desinterés, pues no quedó en ellas pan, trigo, harina zebada, platos, cazuelas, almízeres, morteros ni sillas, quedando dicha villa destruida”. Añade Ortega: “éste pueblo para vivir su alegría monárquica se aniquila a sí mismo. ¡Admirable Mijas! ¡Tuyo es el porvenir!”.
Dionisos
La victoria de la lógica productiva sobre la del derroche no arranca en realidad con el capitalismo y el ascetismo protestante sino que tiene su origen mucho antes, en la Grecia Clásica, cuando el mesurado Apolo cierra las puertas a un dios del exceso y de la exhuberancia que hunde sus raíces en el paleolítico. Se trata de Dionisos.
Las dos deidades aluden a dos maneras distintas de afrontar la vida que dan lugar a sociabilidades contrapuestas pero que se desencadenan desde una experiencia común: la tragedia del existir. Aunque la cultura occidental siempre se ha referido a un optimismo vital entre los griegos para explicar el nacimiento del logos, lo cierto es que son muchos los testimonios que apuntan justamente a lo contrario: “lo mismo en la poesía que en la prosa lo que más choca es el pesimismo de raigambre popular … que brota del corazón de modo directo y áspero”. No es pues el optimismo existencial el responsable de la aparición del logos sino la experiencia de una inseguridad existencial irreductible. Pero mientras el principio apolíneo va a apostar por el olvido de la contradicción desarrollando una cultura y una sociedad basadas en la proporción y la mesura, el principio dionisíaco promoverá, vía exceso, la apertura de la condición humana a una “venturosa alteridad”. Lo hará a través de las gnosis y del menadismo, fenómenos los dos de gran arraigo popular.
Las gnosis se refieren a un conocimiento irracional, practicado entre otros por Platón y Aristóteles, que tiene lugar principalmente en los misterios de Eleuisis. De ese conocimiento místico, logrado probablemente con una sustancia extraída de cornezuelo del centeno (con una estructura química similar a la del LSD) se ha dicho que daba lugar a una epoptai , o eclosión no jerárquica de los sentidos. El mismo Aristóteles confesará, a propósito de lo que sucedía en Eleuisis, que “los iniciados no tienen algo que aprender sino algo que vivir”. Dods ha analizado este componente místico de las gnosis desde Homero hasta Platón y lo ha localizado en una de las dos almas a las que se refieren los antiguos: mientras la psyché es el calor vital que se disipa con la muerte, el daimon es el portador de la divinidad potencial del hombre.
Por su parte, el menadismo es un comportamiento que Dionisos despierta en las mujeres transportándolas a un estado a la vez divino y salvaje. En efecto, como ha señalado Burkard, “las muchedumbres femeninas, de cuyo estado espiritual no podemos hacernos idea, olvidaban todo lo que les rodeaba o lo trastocaban en su imaginación … Se iban a los montes por varios días y en pleno invierno sacrificaban, bailaban, alborotaban con serpientes y formaban cortejos por la noche con antorchas en honor a Dionisos que ahora llevaba como nombre Zagreo. Creían destrozar un toro y comerse cruda su carne …”. Añade Burkhard que “durante siglos el pueblo griego aceptó este desenfreno periódico que la moderna sociedad no hubiera tolerado”.
Pero no sólo en Grecia tuvieron lugar esta clase de excesos. Recuerda Dods que en Lieja, en 1374, cuando ciertas gentes llegaron a la ciudad bailando medio desnudas y adornadas con guirnaldas, muchos de sus habitantes se sintieron poseídos y, como las mujeres tebanas de la tragedia de Eurípides, abandonaron hogar, parientes y amigos. Incluso en la Italia del siglo XVII “hasta los viejos de noventa años arrojaban sus muletas al sonido de la tarantela y, como si corriera por sus venas alguna poción mágica, restauradora de la juventud y del vigor, se unían a los extrañísimos danzantes”.
Sin duda, este comportamiento semisalvaje extrañará al actual occidental, como extrañó a Ortega la fiesta de Mijas, tan dominado como estaba por el principio apolíneo. Sin embargo, Maffesoli proporciona muchos más ejemplos de esta clase en los que la ebriedad, la violencia y la sexualidad son desatados y sugiere que este socius orgiástico cumple varias funciones. En primer lugar, “afrontar colectivamente, mediante la pluralidad de afectos y de cuerpos, el inexcusable problema del límite”, es decir, el saberse “seres-para-la-muerte”; en segundo lugar, permitir el retorno del vínculo con lo natural que Prometeo y Apolo no cesarán de intentar romper; en tercer lugar, permitir ritualizar el factor destructivo, la parte de sombra que estructura al individuo y al socius, caso de la violencia y sexualidad contenidas; y, por último, en su vertiente religiosa (en el sentido de religare, unir), permitir la fusión en torno a lo que es común a todos, no sólo a la mayoría, el querer-vivir.
Esta poderosa socialidad orgiástica es el lado oscuro, más allá del orden de la utilidad, despertado por la economía y la política en el estado de fiesta contemporáneo. Y los sujetos se han adaptado a él permitiendo la liberación de su hedonismo. No se manifiesta de un modo tan voluptuoso como antaño, quizá porque la coraza ascética sigue aún funcionando, al menos inercialmente, pero de una manera irreversible parece haber comenzado a extenderse por toda la sociedad. Además, desde abajo y por un lugar insosoechado
Edipo
La socialización tradicional, que tenía lugar en la familia y sobre la que Freud teorizó, hizo de la madre el objeto sobre el que se volcaba el deseo y la imaginación del niño. De este modo el infans lograba compensar su discordancia motriz real y componer imaginariamente cierta sensación de unidad. No obstante, la socialización completa del infans requería también de la intervención de la figura paterna. Su aparición se producía en el crucial momento en que el infans orientaba hacia su madre un deseo de carácter sexual pero percibía que el auténtico objeto de deseo de la madre era el padre. En ese momento, para no perder a la madre, el niño se identificaba con el padre y, a través de él, ingresaba en el orden cultural.
Este modelo de socialización lo podemos considerar superado. Por lo que respecta a la madre, su incorporación al trabajo seguramente haya obligado al niño, en su intento de compensar imaginariamente su estado de prematuración, a buscar en los actores y agencias que se relevan en su cuidado nuevos modos de identificación. Y por lo que respecta al padre, es seguro que ya no tiene la autoridad cultural que el niño debía reconocerle para despegarse de su madre y ser transportado a la cultura. En relación a esto último un conocido artículo de Horkheimer da cuenta de una investigación realizada con Adorno en la que comprobaron que la pérdida de autoridad del padre era compensada por los niños con la creación de un “ideal del yo autoritario”. Esta compensación imaginaria de la pérdida de autoridad real del padre dio lugar a una personalidad autoritaria que permitió legitimar políticas como el nazismo en Alemania o la “caza de brujas” en Estados Unidos. Sin embargo, no es sólo la mitad del siglo XX la que se ha visto afectada por el declive del padre. En el siglo XIX hay ya una desaparición de lo viril que es compensada con la invención de personajes heroicos, “figuras que oscilan entre la invención del semblante de lo viril y la nostalgia del padre ideal”. Es más, como sugiere Alemán, “hay una solidaridad entre el saber absoluto, el declive del padre, la desaparición de lo viril y el todos lo mismo de la democracia liberal”. Lo heroico, tan típico de la tardomodernidad, sustituirá a todo ello.
Hoy la pérdida de autoridad del padre es asumida por los niños. El enganche con la cultura tiene lugar a través de un complejo entramado de agentes entre los que nos encontramos, además de al padre, a la misma madre (cada vez más “igual” que los varones, también culturalmente), los abuelos, cuidadores profesionales, las guarderías o escuelas, etc. No obstante, la instancia que mejor parece capturar el deseo infantil haciéndole volcarse en la cultura es la televisión, artefacto que ha revolucionado las relaciones familiares y otras categorías sociales emblemáticas de la modernidad como la misma distinción público/privado.
De todo lo anterior se deduce que el Edipo, por lo que se refiere a los papeles que en él jugaron la madre y el padre, debe estar en crisis. En efecto, los papeles de “padre” y de “madre” asignados por el modelo familiar moderno tienden a cumplirlos indistintamente el padre y la madre concretos. Y no hay que olvidar la intervención de cada vez más agentes e instituciones para cumplir tales funciones. Esta crisis del Edipo es posible deducir que la reconocen los psicoanalistas pues andan todos ellos empeñados en producir un nuevo modelo teórico que permita dar cuenta de más parte del inconsciente y de más contextos existenciales que puedan marcar al infans. Por ejemplo, en lugar de prestar tanta atención al niño, quizás hubiera que tomarse en serio lo que siente la niña. Y es que si el niño sólo puede identificarse con la Ley, la del padre, como culpable, dice Alemán que “la niña sabe desde el principio que la Ley es sólo un simulacro”. Como contrapartida, “sabe de una infinitud que el símbolo no puede domeñar”. La niña nace pues mujer, está más allá de la Ley.
José Angel Bergua es sociósofo