Desde que allá por los años 80 del siglo pasado se calificara a la sociedad contemporánea como postmoderna, han sido muchos los conceptos científicos y también muchos los prospectos políticos que, pretendiendo unos explicar y los otros conducir o cambiar la sociedad, se han ido ubicando en los confines donde se codean lo conocido y lo extraño. La creatividad, ya con una larga y reveladora historia, es uno de ellos. Aparece a finales del XVII, cuando el arte deja de ser un oficio y los artistas consideran que su actividad es equiparable a la de Dios. Después se elevó a pedestales cada vez más altos y pasó de su núcleo de actividades originales a la fotografía a finales del XIX, el cine y el jazz a principios del siglo XX, a la música pop e incluso el periodismo en los años 60 y prácticamente a cualquier cosa en los 70. Con el cambio de siglo salió del campo del arte y hoy es la principal estrella en los debates de los especialistas sobre las clases sociales, la ciudad, la industria o la educación. El problema es que según ha crecido su popularidad ha perdido capacidad para tratar con lo extraño.
Quizás sea Florida, con sus trabajos sobre la economía creativa, quien mejor encarna esta paradoja. De su mano la creatividad esta dibujando una parábola idéntica a la que ya transitó la innovación, otra noción que también prometía mucho y luego defraudó. Apareció en Roma para desacreditar los cambios de las costumbres, luego en la Edad Media designó con esa misma carga negativa a las herejías y más tarde fue usada para descalificar las revoluciones políticas modernas. En el siglo XIX adquirió connotaciones positivas al relacionarse con los cambios que impulsaron la ciencia y la tecnología. Después, ya en el XX, desembarcó con ese nuevo y atractivo sentido en la ciencia económica. Lo hizo cuando Schumpeter interpretó en términos de “destrucción creadora” la “ruptura de las rutinas establecidas” que las crisis generan. Sin embargo, en el nuevo siglo, la solicitación que recibe de prácticamente ya todo el entramado institucional le ha hecho perder capacidad de extrañar, pues se le exige efectos prácticos, aceptar los fines de la organización que la acoge y sobre todo que sirva para aumentar los beneficios.
Si bien la creatividad lleva el mismo camino de defraudar que la innovación, no es menos cierto que en el propio ámbito que la vio nacer, el arte, muchos autores y corrientes la han intentado rescatar abriendo puertas, demoliendo pedestales y, en fin, sacándola de la institucionalización. Movimientos como el dadaísmo o el constructivismo ruso, los ready mades de Marcel Duchamp y corrientes como la Bauhaus (“el artista es un artesano exaltado” escribirá Gropius en el Manifiesto de 1919) son buenos ejemplos. En nuestros días tenemos a UbuWeb, un proyecto estimulado por Kenneth Goldsmith, quien ha hecho cosas tan anti-artísticas como transcribir todas las palabras que había pronunciado en una semana, reproducir toda la masa textual contenida por el New York Times el 1 de septiembre de 2000, transcribir los partes meteorológicos correspondientes a un año e incluso reproducir un soporífero partido de béisbol. Esta no-escritura tiene como contraparte, como no puede ser de otro modo, una no-lectura, por lo que que el déficit de atención se convierte en una nueva forma de vanguardia. Este es sólo uno de los paradójicos modos como se manifiesta hoy el trato con lo extraño que en su momento trajo a nosotros la creatividad y que el arte, al institucionalizarla, secuestró.
¿Ocurre algo parecido en otros ámbitos de lo social? Por supuesto. El problema es que esas creatividades, al final, también suelen terminar gravitando en torno al orden instituido. Sin embargo, incluso en esa posición, aún pueden transportar lo extraño. Es el caso del erotismo, históricamente sacrificado frente a la utilidad reproductiva del sexo, pues aunque hoy el goce sexual ha pasado a ser recomendable o terapéutico e incluso imperativo, no es menos cierto que la proliferación de pornografías y fármacos multiplicadores de géneros, sexos y sexualidades lleva al erotismo mucho más allá de su (re)institucionalización. Ocurre lo mismo con el juego o la diversión, tradicionalmente considerados inferiores al trabajo, pues aunque actualmente se administran tanto en los propios centros de trabajo para extraer más productividad como en los educativos para inyectar contenidos o extraer aptitudes, no es menos cierto que su aparición en esos ámbitos institucionales facilita ver sin velos ni milongas lo que irremediablemente son (lugares donde imperan el tedio, el bloqueo de la expresividad y el sometimiento a imperativos más altos –la lógica de la explotación en un caso y la construcción de sujetos dóciles en otro-) propiciando así su deslegitimación.
Y pasa también con el consumo. Aunque la ciencia económica, con su idea de que el mundo está escaso de recursos y medios en relación a las carencias, faltas o necesidades de los sujetos, anda afincada en la ontología de la escasez y en una antropología del homo pauper, a su vez relacionadas con ese psicoanálisis que habla de sujetos constituidos por una falta imposible de colmar, el habitus del consumo dibuja un escenario con infinidad de bienes o servicios y subjetividades desbordantes de deseo. Algo que en realidad no es nuevo pues siempre, en cualquier rincón del mundo y en no importa que clase, las gentes han estado ligadas al gasto improductivo y al derroche a través de miles de modalidades de fiesta. Que ahora el capitalismo y los medios de comunicación de masas administren variantes de ella podría dar a entender que ha caído en las peores garras y que se ha perdido. Sin embargo, esta lectura desprecia la enorme potencia que anida en el consumo.
Parte de esa potencia fue revelada hace ya algunos años por Michel De Certeau analizando el aparente triunfo de los colonizadores españoles en América. En efecto, con frecuencia esos indios sumisos, e incluso consintientes, hacían con las liturgias, las representaciones o las leyes que se les imponían, otra cosa distinta de lo que el conquistador creía conseguir a través de ellas. Las subvertían, no rechazándolas o cambiándolas, sino utilizándolas de un manera, con unas finalidades y en función de unas referencias extrañas al sistema del que no podían escapar. Eran distintos desde lo más profundo del orden que los asimilaba exteriormente. Esos indios se le iban de la mano al conquistador pero sin abandonarlo.
En fin, que lo extraño, tras su aparente sumisión, siempre está ahí, imperceptible e insignificante, pero sin dejar de hacer su trabajo. Ese exceso se resiste a los entramados institucionales. Ese exceso extraño tiene que ver con la creatividad en su sentido fuerte.
José Angel Bergua es sociólogo. Se interesa por la ayahuasca, la ciencia ficción y las selvas