Esta cuarta revolución industrial que dicen que viene, para ser realmente tal y no quedarse en un simple avance tecnológico y en un mero cambio de estilo de vida, deberá permitir hacer frente a gravísimos problemas estructurales que arrastramos desde las tres revoluciones anteriores. Uno de ellos es el crecimiento sin freno de la desigualdad, relacionado con otro no menos importante, la pérdida de importancia de la clase media, un auténtico cataclismo, pues el orden y consenso tanto social como político que en su momento garantizó ahora peligran. Esto ha provocado, entre otras cosas, la desaparición de los viejos partidos socialdemócratas, así como la irrupción de distintas clases de neofascismos que desempolvan la distinción nosotros/otros y nuevas izquierdas que, como el movimiento libertario de antaño (arrinconado por los marxismos, leninismos, eurocomunismos y socialdemocracias) cuestionan la distinción élites/gentes.
La desigualdad que genera el adelgazamiento de las clases medias es terrible pues, independientemente del grado de desarrollo de un país (Japón es un país desarrollado con poca desigualdad y Estados Unidos es muy desigual), empeora su esperanza de vida, disminuye el bienestar, baja la confianza (más que lo hace el desempleo o la inflación), desploma la salud mental (la desigualdad puede triplicar el porcentaje de personas con enfermedades mentales) y tritura el nivel educativo. La causa más importante de la desigualdad es, sin lugar a dudas, la naturaleza del sistema económico, tal como ha demostrado Piketty analizando una amplia colección de datos que llega hasta finales del XIX y engloba a una gran cantidad de países. En sus análisis observa que si bien el sistema tiene importantes efectos de convergencia o igualación de clases (gracias a la difusión del conocimiento, la inversión en formación, la movilidad del capital y del trabajo, etc.), hay una tendencia de fondo más potente: la tasa de ganancia del capital es superior a la tasa de crecimiento económico. Esto genera diferencias crecientes entre los que poseen el capital, necesariamente heredado, y quienes viven principalmente de su trabajo actual. Esta conclusión cuestiona, además del ideal meritocrático y el exceso de confianza en la justicia social, una apresurada conclusión de la economía neoliberal sintetizada por la curva de Kuznets (premio nobel de economía en 1971), según la cual las desigualdades en ingresos se reducen conforme hay desarrollo económico.
Pîketty ha recibido algunas criticas. Por ejemplo, la de Hernando De Soto, al descubrir que el capital está más extendido por el conjunto de la estructura social de lo que parece. En Egipto, por ejemplo, el 47% del ingreso de los llamados “trabajadores” proviene del capital. El problema es que dicho capital es informal pues no está registrado. Curiosa paradoja: mientras en el primer mundo hay un exceso de papeles referidos a capitales virtuales que no valen nada, en el resto del planeta hay un capital físico contante y sonante pero que no está registrado y es invisible. Dicho de otro modo, el problema del siglo XXI son los papeles sin respaldo en bienes de Occidente y los bienes sin papel en el resto del mundo. Otra crítica que bien podría haber recibido Piketty es la de Acemoglu y Robinson, autores muy aplaudidos por el neoliberalismo, para quienes la prosperidad no tiene que ver exactamente con la economía sino con valores, culturas y entramados institucionales que favorecen la competencia y la propiedad. Si esto no ocurre aparecen “élites extractivas” que se apropian de la riqueza y empobrecen a la sociedad.
Volviendo a la tesis de Piketty, las nefastas consecuencias de que la tasa de ganancia anduviera por encima del crecimiento económico fueron frenadas desde 1945 a 1973 a base de políticas keynessianas, el reconocimiento de importancia a los sindicatos, políticas fiscales que transferían rentas de arriba abajo, etc. En general, las políticas keynesianas intentaban mejorar la economía incidiendo en la demanda de bienes y servicios. Se trataba de que la gente pudiera comprar y para ello se decidió incrementar los salarios, dar subsidios y prestaciones económicas a quienes no trabajaran, favorecer el empleo estable, etc. El coste que tuvieron estas políticas fue el aumento de la inflación. Precisamente para evitar este problema aparecieron las políticas neoliberales, que intentan mejorar la economía incidiendo en la oferta con la intención de abaratar los costes de producción. Y como el que mejor parece poder controlarse es el del trabajo se ha intentado contener los salarios, ofrecer formulas baratas de contratación, disminuir las prestaciones sociales, favorecer el despido, etc.. El resultado ha sido no sólo que el desempleo haya aumentado sino que se ha generado una desigualdad enorme.
Según Paul Krugman, los hombres comprendidos entre 35 y 44 años tienen unos sueldos que, si tenemos en cuenta la evolución de la inflación, son un 12% más bajos que los de 1973. Si se hubieran aplicado políticas keynesianas los ingresos del trabajador medio habrían aumentado un 35%. En cambio, el 0,1% de la población con mayores ingresos ha quintuplicado su riqueza desde 1973 y el 0,01% es hasta 7 veces más rico. La mitad de los ingresos de esa superélite está formada por los sueldos de altos ejecutivos de grandes empresas. La otra mitad pertenece a las celebridades del mundo del espectáculo y del deporte. Si comparamos, teniendo en cuenta la evolución de la inflación, el sueldo actual del máximo responsable de Wal-Mart, la mayor empresa norteamericana del momento, con el que recibía Director General de la General Motors en los años 50, comprobamos que se ha multiplicado por 5 (23 millones de dólares). En cambio los trabajadores han visto bajar su sueldo a la mitad. Este incremento de la desigualdad social ha sido consecuencia inevitable de la aplicación de políticas económicas neoliberales. Un informe del Hight Pay Centre del Reino Unido elaborado el 2014 incidía en lo mismo: si en los años 80 el sueldo de los directores ejecutivos de las 100 primeras empresas de la Bolsa británica era 20 veces más que el sueldo del trabajador medio, en 1998 fue 60 veces más y el 2012 160 veces más. En España, ha ocurrido lo mismo según un interesantísimo y documentado trabajo de Rubén Juste. Las 35 empresas que en 1991, durante el primer reinado del PSOE, formaron el IBEX, si bien suponen el 50% del PIB español, apenas aportan un 7,5% de los impuestos que recauda el Estado y tan sólo crean el 7,35% de los empleos. Además, los consejeros de esas corporaciones tienen magníficas relaciones con la Administración, sea cual sea su color. Ya en 1991 había 29 consejeros procedentes de la Administración de Franco. El año 2000, ya en tiempos de Aznar, el franquismo mantenía su número de consejeros pero empatado con el socialismo de González, mientras 15 venían de la UCD, 5 de la época en la que la Monarquía reinó sin democracia (1975-1977) y apenas 4 del PP.
Por eso no debe extrañar que en el 2005, el 20% más rico de la población española ganara 5,4 veces más que el 20% más pobre. La media de la UE fue 4,9. Tras la crisis del 2008, el quintil más rico gana 7,5 veces más que el quintil con menos ingresos, siendo la media europea un 25% inferior. Ya en general, otros estudios nos indican que las diferencias de renta son hoy un 40% más que en los años 70 y que los directores ejecutivos de las 365 mayores empresas de Estados Unidos cobraban el año 2007 más de 500 veces el sueldo del empleado medio. En muchos casos el director general ganaba en un día lo que dicho empleado medio en 1 año. Por países la ratio de desigualdad salarial es mucho mayor en Estados Unidos (44/1) y Reino Unido (31/1) que en Suecia (21/1) y Japón (16/1)
En España, ya la reforma del mercado de trabajo de 1984, realizada para introducir la contratación temporal, aunque argumentó querer reducir las altísimas tasas de desempleo (superiores al 20% entre 1977 y 1985) no lo logró (pues hasta 1997 nunca bajó del 15%) y creó un problema hasta entonces inédito, ya que contribuyó a dualizar más aún la estructura social. Además, sólo un 10% de los trabajadores temporales termina siendo indefinido. En conjunto, tanto los trabajadores temporales, como los contratos a tiempo parcial , los becarios, el denominado “trabajo en masa” que se realiza por internet, los parados y subempleados aparecidos a la par que la deslocalización de los trabajos poco cualificados o incluso de los graduados universitarios, la aparición de los interinos en el ámbito de los gerentes, cada vez más alejados del vértice superior de la estructura social, etc. nutren esa heterogénea y emergente clase que Guy Standing ha bautizado como “precariado”, caracterizada por los bajos salarios, la pérdida de derechos políticos, civiles sociales y económicos y, en general, la inseguridad. En definitiva, asistimos al fin de la clase media, pues sus rentas han disminuido y la instabilidad también le ha afectado. Es cierto, según Gaggi y Narduzzi, que esta clase, aunque ha perdido el nivel económico de otro tiempo ha mantenido e incluso mejorado su consumo. En efecto, gracias a los negocios de bajo coste (desde Ikea a Ryanair) puede acceder a bienes y servicios en otro tiempo reservados a clases más acomodadas. Sin embargo, aunque antes las empresas de bajo coste externalizaban bastantes veces parte de la producción (aumentando la desigualdad mundial), en la actualidad la política de costes bajos se ha internalizado. El resultado es, de nuevo, un adelgazamiento de la clase media y un incremento de la desigualdad.
Una parte de la población laboral excedente del sistema capitalista está formada por los subempleados. Forman parte del sistema pues reciben subsidios, subsalarios, subprestaciones, etc y resultan funcionalmente útiles al sistema, pues al buscar los escasos puestos disponibles presionan a la baja los costes generales del factor trabajo. Otra parte de la población laboral excedente, mucho más amplia, a falta de colchones asistenciales sostenidos por los Estados, crea economías de subsistencia no capitalistas. Estas economías dominan cada vez más el mercado laboral y abarcan a entre el 30% y el 80% de la población trabajadora de los países menos desarrollados. Un tercer tipo de población asalariada excedente es latente. Son los campesinos, empleados domésticos, etc. que pueden movilizarse fácilmente hacia el primer tipo de trabajadores y constituyen una reserva adicional muy importante si el mercado de trabajo llegara a estrecharse por distintas circunstancias. Finalmente, están los inactivos (estudiantes, desalentados, discapacitados, etc.). Todo este vasto y heterogéneo conjunto de población trabajadora excedente, que no accede al mercado de trabajo o lo hace muy marginalmente, es muy superior a la población que la sociedad del trabajo ha incorporado. Pero es que a esta tendencia hay que sumar la destrucción de entre el 40% y 80% del trabajo existente como consecuencia de la incorporación de robots.
En este contexto, son ya muchas las voces provenientes de todo el espectro ideológico que, ante la imposibilidad de acceder a la riqueza a través del salario, sugieren implantar una renta básica universal sin condiciones. El 1 de Enero de 2017 se comenzó a experimentar el impacto que pueda tener, tanto en la ciudad holandesa de Utrech, con 250 ciudadanos a los que se les asignó 960 euros mensuales, como en Finlandia, con 10000 personas a las que se decidió darles entre 500 y 700 euros mensuales. Los resultados de estos experimentos decidirán si la sociedad del trabajo o salarial tiene o no los días contados. Si así fuera, habrá quien piense, como consecuencia de lo hondo que caló en nuestra civilización la maldición biblíca de trabajar primero y el encumbramiento protestante de la profesión después, que el trabajo es edificante, reeducador, revolucionario y, en fin, imprescindible. No obstante, Marx previó que la liberación del trabajo servil permitiría desarrollar la creatividad. Su yerno, Paul Lafargue, incluso defendió el “derecho a la pereza”. ¿Traerá algo parecido la cuarta revolución industrial?