Dejando al margen las interesadas teorizaciones liberales, la esencia de la acción del Estado consiste, según reconoce la ciencia política clásica, en la utilización de la violencia en régimen de monopolio y en la facultad de discriminar a los amigos de los enemigos. Dicho de otro modo, corresponde al Estado decidir quienes son los enemigos del nosotros y declararles la guerra. Así que, en último término, si no hay enemigos el Estado necesitará crearlos para justificar su existencia. Esta estatalización de la violencia ha logrado abolir las guerras privadas, instaurar una paz social heterorregulada (impuesta) y permitir el inicio de la civilización de las costumbres. Sin embargo, este orden también ha tenido sus costes. Se ha dicho que en el siglo XIX los Estados mataran al 3,7% de sus súbditos y que en el siglo XX la cifra se elevó al 7,3%. Por otro lado, de 1900 a 1989 las guerras en el mundo causaron 86 millones de muertos, 2.500 cada día, 100 cada hora…

Además de por discriminar a los amigos de los enemigos y de utilizar el monopolio de la violencia, la acción del Estado moderno se caracteriza desde el siglo XIX por el poder de hacerse cargo de la vida misma. En la misma época, el siglo XVI, en que se toma conciencia de la importancia de la guerra en la teorización del Estado moderno, otra clase de pensadores reformularon el sentido de la historia al dejar de entenderla en términos de luchas dinásticas, como propusieron los antiguos, y pasar a considerar que es la guerra entre “razas” o culturas diferentes la que constituye su trama. Pues bien, en el siglo XIX se dio el paso decisivo para la creación del “Estado racista” al proponerse que la acción de Estado debía encargarse de la integridad y pureza de la raza, entendida ahora en términos no culturales o étnicos sino radicalmente biológicos.

Este espíritu biopolítico había nacido impulsado por la declaración de derechos de 1789 pues, al afirmarse que la “desnuda vida natural” es portadora de derechos y que el “nacimiento” se convierte en la pieza clave para construir la soberanía de la “nación”, se permitió, dice Agamben, “la adscripción directa e inmediata de la vida natural al ordenamiento jurídico político de la Nación-Estado”. Este nuevo ethos del Estado traerá consigo un cambio muy importante en el ejercicio del poder. Si el Estado clásico (el detentador del monopolio de la violencia) administraba la muerte haciendo morir y dejando vivir, el Estado racista (al que se le encomienda la pureza e integridad de la raza) administrará la vida haciendo vivir y dejando morir.

En esta nueva manera de ejercer el poder tendrán gran importancia las estrategias biopolíticas, que regulan y optimizan la vida de la especie. De ahí el interés de los Estados del siglo XIX por la salud y la medicina. Actualmente el biopoder es algo bastante más completo y sofisticado pues las biopolíticas no sólo se aplican a los enfermos y tullidos, sino a los denominados “grupos de riesgo”, que en potencia somos todos, y los avances de las ciencias y las técnicas en asuntos como la reproducción asistida o la manipulación genética dan un poder de intervención en la vida inédito y de imprevisibles consecuencias.

El peligro de la acción de Estado en la tardomodernidad viene de su subordinación a la ecuación nacimiento-nación-derecho, decidida en la Revolución Francesa, en un momento en el que los movimientos de objetos, sujetos y mensajes a nivel mundial borran los límites nacionales. Pero este problema no es nuevo. Con los nuevos organismos estatales creados por los tratados de paz que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial un 30% de las poblaciones “nacionales” se convirtieron en minorías que fueron tuteladas por distintos tratados internacionales. Más tarde las leyes alemanas y la Guerra Civil española crearon más cantidad de población problemática. La solución que poco a poco fue extendiéndose por Europa fue la desnacionalización de tales ciudadanos. Francia abrió el camino en 1915 desnacionalizando ciudadanos de origen enemigo, Bélgica hizo lo propio en 1922 para castigar a quienes habían cometido delitos antinacionales, en 1933 le tocó el turno a Austria y en 1935 Alemania siguió el mismo camino. Desde el principio tanto la Sociedad de Naciones como posteriormente la ONU intentaron hacer frente al problema no en términos políticos sino de un modo humanitario. Es lo que sucede con los “refugiados”, una población desposeída de derechos políticos cuyo único destino, ya que no pueden volver a sus territorios de origen ni circular libremente por donde deseen, son los “campos” creados expresamente para ellos. Si bien en Europa sólo el 14% de los refugiados están instalados en campamentos, la cifra alcanza al 83,7% en África y al 95,9% en Asia. El problema, según observara Bauman, es que, aún confinados en campos, algunos refugiados (por ejemplo, los del norte de Sudán) llegan a ser tan molestos y difíciles de atender, que la propia ONU, con el respaldo de las ONG, les han quitado la etiqueta de “refugiados” y, en consecuencia, ya no son objeto de protección. Como dice el sociólogo polaco, estamos ante residuos humanos con los que no se sabe hacer nada. De hecho, esa es la consideración que ha terminado prevaleciendo en Europa ante los refugiados huídos de la cruenta guerra siria el 2017. De modo que la existencia del refugiado es un problema insoluble para el moderno Estado Nación.

Susana Vacas

En la Alemania nazi el tratamiento de esos otros tan molestos siguió una lógica implacablemente moderna. Se definió un “derecho de sangre” que permitió distinguir claramente a los amigos de los enemigos y orientó hacia unos y otros, respectivamente, el poder de hacer morir y el de hacer vivir utilizando los medios que las ciencias y técnicas pusieron a su disposición. Para justificar tal acción se acudió al lenguaje médico y a la ya popular idea de la “higiene social”. Así, el 5 de Noviembre de 1941 Goebbels aseguró en un artículo de prensa que la idea de que los judíos llevaran el distintivo de la Estrella de David era “higiénica y profiláctica”. Además, el aislamiento de los judíos en una comunidad racial pura -escribió también- era “una norma elemental de higiene racial, social y nacional”. De modo que en el Régimen Nazi el tratamiento de los desnacionalizados se hizo en términos biopolíticos.

También resultó de suma utilidad en esta estrategia purificadora, según ha observado Bauman, la burocracia, ese estilo de organización tan impersonal y eficaz que igual es capaz de gestionar la asistencia social como de administrar la “Solución Final”. En efecto, el Holocausto, el asesinato sistemático de seis millones de personas en unos pocos años, fue un asunto típica y paradigmáticamente moderno, gestionado impersonal, racional y eficazmente por ese logro de nuestra civilización que es la Burocracia. Y no fueron psicópatas quienes realizaron ese trabajo. Eran eficientes y disciplinados funcionarios habituados a la impersonalización y a la obediencia jerárquica en cuyas conciencias no podía brotar conmoción moral ninguna. Además, los funcionarios no fueron seleccionados especialmente para la ocasión. Hoy pasarían cualquier test psiquiátrico o psicológico. Eran personas normales. Y, mientras tanto, la población alemana, cuyo antisemitismo era menor que el de los franceses e ingleses, asistió con indiferencia a la masacre. El problema no fue entonces que apoyaran explícitamente la matanza sino que se mostraran indiferentes. No, el Holocausto no fue ninguna casualidad. Como nos recuerda Bauman, estaba inscrito como posibilidad en la misma modernidad. Lo que el nazismo hizo fue actualizarla.

El campo de concentración es paradigmático de la modernidad desde otro punto de vista. Los especialistas no tienen claro si fue un invento español de 1896 que se aplicó por primera vez en Cuba para reprimir la sublevación de la colonia, o si fueron los ingleses quienes lo inventaron, ya a principios de este siglo, contra los boers. En cualquier caso es sabido que fue en la Alemania nazi donde su existencia adquirió mayor notoriedad. Fue allí donde la excepción se convirtió en regla y el espíritu de los Estados Nacionales Modernos se actualizó. En efecto, los moradores de los campos fueron privados de cualquier condición ciudadana y quedaron reducidos a lo que Agamben denomina“mera vida”. Según los relatos de los supervivientes había un tipo de individuo, denominado “musulmán” por los judíos, que ejemplificaba bastante bien esta lógica biopolítica. Se caracterizaba por haber perdido toda su humanidad (el habla, el juicio, etc.). Con su deambular autista el “musulmán” de los campos alemanes está aún vivo pero su vida ha sido privada de todo rasgo humano. Es por lo tanto un no-humano viviente. Tal es el extremo al que lleva la biopolítica practicada desde el Estado contemporáneo: vivirás pero toda cualidad humana del vivir te será arrebatada.

Actualmente, un ejemplo que corrobora esta lógica es el trato que está dando Estados Unidos a los prisioneros que capturó en Afgnaistán y transportó a su base de Guantánamo, en la isla de Cuba. Los tiene insensibilizados, con todos los sentidos bloqueados. Aunque gran parte de la opinión pública mundial y el propio Obama criticaran este tratamiento, Estados Unidos no ha dado marcha atrás y es improbable que lo haga. El problema –dicen sus autoridades- es que, como no son miembros de un ejército regular, sino simplemente “terroristas”, no se les puede dar el tratamiento que exige la Convención de Ginebra. De nuevo la indefinición jurídica como coartada. Y de nuevo también la biopolítica asomando desnuda, sin justificaciones legales o morales de ninguna clase.

Otro ejemplo. En 1999 un sorprendente filme, Matrix, planteaba una situación similar a la de los “musulmanes” de la segunda guerra mundial pero en un escenario futurista. Las máquinas se habían hecho con el poder pero necesitaban a los humanos, más exactamente su vida, como fuente de energía. Encerrados en cápsulas producían ininterrumpidamente la energía que requerían sus amos. Al mismo tiempo, el cerebro de estos “musulmanes” era llenado de imágenes entre las cuales se creía vivir. Ese escenario no es tan futurista. En la sociedad de consumo o del espectáculo sucede, según Débord, prácticamente lo mismo.

Pero no sigamos por esta senda. Retomemos el problema de la distinción nosotros/otros que solucionó en términos biopolíticos el nazismo. Conviene volver a él porque acosa de nuevo a los decadentes Estados Nacionales con la intensificación de los movimientos de población. Provisionalmente la solución está pasando por el cierre de las fronteras y la sugerencia de biopolíticas todavía blandas. Por ejemplo, la recomendación de que los otros deben contener el crecimiento de población controlando su fecundidad. Quizá en un futuro inmediato, si nuestro marco jurídico permanece inalterado, con la ayuda que son capaces de proporcionar las ciencias y técnicas, además de la Burocracia, con su legión de eficientes, disciplinados y amorales funcionarios, la separación de los amigos y de los enemigos se efectúe de un modo similar al que ensayó el nazismo. De hecho ciertos otros interiores, como los llamados deficientes mentales, ya han debido padecer el interés de los civilizados Estados europeos (Francia, Suecia, etc.) por purificar las razas. No me refiero a que sean objeto de encierro sino a que les haya sido aplicada la esterilización sin su consentimiento. Cuando estas noticias fueron divulgadas hace unos pocos años por los medios de comunicación, la ciudadanía no respondió, se mostró indiferente. Como en Alemania con la Solución Final.

Frente al problema que plantea la llegada de los otros y/o su convivencia con ellos, además de esa respuesta hipermoderna, que tiene como referente extremo pero lógico el Holocausto, cabe una solución postmoderna más drástica y, a la vez, con mayor valor de supervivencia: sustituir la ecuación nacimiento-nación-derecho, que permite distinguir a los amigos de los enemigos, incluidos los otros interiores, por una ecuación distinta.

O por ninguna

 José Angel Bergua es sociósofo

IC4RO

IC4O reúne a 22 gentes provenientes de la sociología y la filosofía de ocho universidades españolas, así como a varios artistas. Se interesan por la creatividad e innovación sociales e igualmente por el papel que pueda tener el arte en todo ello. Desde hace unos cuantos años vienen colaborando en varias investigaciones e intervenciones sociales.

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