Una organización transware no trabaja sobre pautas fijas sino que se estructura sobre narraciones abiertas, formando y deformando intervenciones según se generen las relaciones y los resultados. Erosiona los espacios de los antiguos negociados y les confieren una deslocalización extrema que lleva a una cartografía de la deriva mientras se van generando a su alrededor situaciones autónomas (también en el sentido ZAT), fragmentadas y dispersas. Y sobre todo ausentes de una identidad concreta.
En definitiva, huyen de esa administración “saturada de lo verdadero” (tomando como referencia el yo saturado de Gergen) consiguiendo interpretaciones que no tienen un punto fijo, que no son uniformes. Un espacio-red en movimiento que reconfigura las identidades a partir de la dispersión, de lo descentrado. En definitiva, más allá de esa transversalidad que tomó relevancia discursiva como necesidad de un reconocimiento de apertura que en realidad no creaba nada nuevo sino que actuaba como un collage artificial sin convencimiento alguno.
Así, lo que se necesita es el desmoronamiento de esas estanqueidades de los negociados. Aunque, bien es verdad, todavía se reproducen esas inseguridades funcionales que bloquean la apertura real, que desconfían, que se mueven con mayor seguridad entre lo mio y lo tuyo aunque a veces, contadas veces, puedan establecer algún código de colaboración. No existe de ninguna manera ese nomadismo apátrida sino que se busca la seguridad de los lugares conocidos y propios, las certezas y las jerarquías. Los otros y el nosotros.
Por ello es esa ambigüedad que no conoce las certezas la que es difícil aplicar cuando todo queda en discurso, cuando ni siquiera la descentralización, en los procesos locales, no quiero ir más allá, se consigue sin suspicacias. La conciencia hard y la soft todavía son las que marcan las pautas aunque en algunos casos se les desee imbuir de apertura y tangencialidad. La percepción de unos limites todavía se siente necesaria y lo mío y lo nuestro no ha desaparecido. Como mucho ha cambiado de estilo.
En este sentido no sé si todo debe de llevar marca, si con ello lo que hacemos es ampliar la política de la identidad (incluso apropiativa) y de autorreferencia a esos modelos de gestión que nos hacen suponer que “nosostros somos diferentes” (en definitiva es la manera en la que las élites identifican lo particular con lo universal). O que nos hacen creer que nosotros representamos la forma exacta de hacer las cosas. En cualquier caso no olvidemos que estas identidades se agrupan en espacios y que tal y como la administración debe reorientar sus formas también desde la ciudadanía, desde el resto de los ámbitos y los agentes sociales, debe existir un espacio en blanco desde el que trabajar las relaciones. Ese espacio ambiguo.
Un espacio que linda con el concepto de lo ordinario, de la “etnografía de lo cotidiano” como diría Jesús Ibañez , no solo en cuanto a su interpretación desde los hechos naturales, sino por su construcción desde la representación de una puesta en común de esas realidades.
La soledad de las instituciones como referentes totales está absolutamente fuera de contexto.
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