Había soledad en las calles y árboles descortezados. La primavera terminaba. Los ciclos de la prisa, la desposesión y la tristeza parecían repetirse en espiral.

Por Belén Gopegui


No hizo una declaración. Lo iba diciendo en voz baja. Se numeró. No necesitaba ocultarse porque nada de lo que hacía era ilegal, sino sólo poco previsible.

Se desenlazó para enlazarse de otro modo. “Sin la capacidad de comunicarse e intercambiar información sin supervisión de terceros, la democracia es imposible”, había dicho Richard Stallman. Se desenlazó de esa supervisión de terceros. No todo el rato. Casi nunca en soledad.

Con sus datos, comentarios y fotografías, se enseñaba a las máquinas a realizar tareas que luego eran vendidas o alquiladas: “Eh, pequeño hospital público, ¿te interesa utilizar nuestro servicio de interpretación inteligente de…? Nosotros, los grandes conglomerados que pudimos diseñar ese servicio accediendo y extrayendo datos de la ciudadanía, te obligaremos a pagar una suscripción por él”.

No había instituciones políticas capaces de imponer para esa inteligencia fines deliberados en común y un uso equitativo. Estaban a merced de los fines y los usos que impusieran quienes sí tenían los medios para desarrollarla.

Tenía el talento, la perseverancia, los propios datos y saberes. Pero no tenía capital. No podía pagar energía, infraestructura y horas de trabajo, que eran horas de alimentarse y de vivir bajo techo. Y empezó por perturbar la fiabilidad de los datos extraídos. Dejaba su móvil para que durmiera en casas ajenas, o lo guardaba en su habitación mientras se conectaba desde casas de gente amiga, con sus cuentas. Enviaba correos, hacía comentarios, colgaba fotos y noticias desde esas cuentas. Se desenlazaba de la “marca personal” que le marcaba. Pronto, cuando el reconocimiento biológico se generalizara, ya no podría hacerlo, pero aún sí.

¿El precio de huir de la supervisión era renunciar a su identidad? No exactamente. Identidad y marca son cosas distintas. Amaba las conexiones, no quería desvincularse por completo de lo digital. Ni siquiera oponía lo físico a lo digital. Lo que sí quería era reclamar la inteligencia como un bien común, un bien que no debía ser cercado.

Se había cansado del cinismo y las palmaditas en el hombro de las corporaciones que, tras oír sus demandas, sonreían y seguían a lo suyo convencidas de que sólo necesitaban prometer cosas como “servicios más humanos” o “mejorar la vida de la gente”, para que nadie quisiera entorpecer su marcha. Las promesas, la buena voluntad, si fuera cierta, sólo tenía cabida cuando se alineaban con la rentabilidad. Lo había visto mil veces. Las empresas de servicios tecnológicos ideaban un dictáfono sincronizado al sistema de informes para que, en la consulta médica, se pudiera mirar a los pacientes a los ojos, y al punto, el dictáfono era utilizado para aumentar la ratio de pacientes vistos en una hora y generar angustia y desconfianza en quien, por momentos, preferiría no ser objeto de grabación. El planteamiento del problema estaba equivocado desde antes de empezar a buscar la solución: porque la pregunta no era cómo escribir más deprisa los informes, sino cómo aumentar el tiempo previo disponible para cada consulta. La pregunta no era tampoco, por ejemplo, cómo adivinar si alguien iba a dejar o no de pagar un préstamo, sino por qué alguien se veía empujado a hacerlo y cómo crear contextos y condiciones de vida diferentes.

Empezó junto con otras pocas personas, bastante pocas. Pero esta vez conectaron con el impulso general de libertad, el impulso de soltarse, de que nadie te sujete sin tu permiso. Era más fácil que otras militancias. Y fomentaba la unión. Aprendían a confiar. Intercambiaban tarjetas de transporte, prestaban su coche quienes lo tenían; a veces se desplazaban con paradas y desvíos como si el algoritmo del tráfico les siguiera. Se desprendían de los sensores. No siempre podían mentir en los formularios o modificar el número del documento nacional de identidad, pero a veces también lo intercambiaban. Si algo sucediera, estarían los cuerpos para responder. Y, entretanto, evitaban generar patrones. Fingían, en días tomados al azar, no saber lo que era un semáforo o un camión. Etiquetaban sin porqué. Donde se les pedía una opinión, contaban una historia. En lápices de memoria se pasaban cookies para cambiar los filtros del navegador. Intercambiaron sus tarjetas de crédito. Apenas algo más que gestos, lo sabían, pero se multiplicaban.

Entraron en el mundo adolescente a través de la novedad y lo imprevisto. Cierto que en esas edades no valoraban la privacidad, pero sí la autonomía. No les agradaba que otros escuchasen sus datos para luego decirles cómo debían vivir: preferían narrarse a su modo. Acudían a Internet Noise pero sólo cuando estaban en una ip ajena, para evitar que les clasificaran. En vez de cifrar sus mensajes de forma explícita, crearon léxicos de amistad. Usaban equivalencias para palabras y situaciones. Se ayudaban de metáforas. El sentido común y la proximidad las más de las veces permitía inferir el código. Si algo no se entendía, siempre podían preguntar. No estaban escondiéndose: estaban reclamando su derecho a intervenir en el “para qué” y en el “en beneficio de quién” enseñar inteligencia, lenguaje, reconocimiento.

La tendencia creció. Al principio sólo era eso, una tendencia. No exigía disciplina ni constancia. Bastaba con sortear las pautas. La cantidad de personas implicadas permitió llegar a los lugares de trabajo. Nadie podía estar vigilando todo el tiempo acciones llevadas a cabo mediante la cooperación tranquila. Cada día surgían propuestas diferentes. De algún modo, empezaron a hacer mella.

Hasta ese momento habían compartido un objetivo común: quebrar la vigilancia. Se acercaba la parte más difícil: construir. Aparecerían los intereses económicos, oyeron decir. Aparecerían empresas queriendo sacar ventaja de la situación. Y aparecería, de nuevo, la necesidad de capital para coordinar lo que solo había sido desorden unido por un mismo fin.

Pero esta vez la realidad, una parte de la realidad no buscada ni deseada y sin embargo, cierta, jugaba a su favor. Se trataba de los límites de la Tierra. El camino que habían elegido, a diferencia del de las grandes corporaciones, no violentaba esos límites. Diseñar estaciones y campamentos base, ensamblajes desmontables capaces de funcionar con muy poca energía. Extender la radioafición, crear espacios de wifi autónoma, redes recursivas de sentido que apoyaran lo mejor de los Estados, lo mejor de las estructuras públicas construidas durante generaciones, y abandonaran lo peor.

Las grandes plataformas tenían los datos pero sus modelos de inteligencia artificial eran batibles. Acudieron a personas en paro, o jubiladas, o con trabajo pero con la necesidad de llevar una doble vida que les permitiera desarrollar fuera prototipos útiles y no meramente comerciales, pequeños pedazos de otro futuro en el presente. Se agruparon en núcleos distribuidos. Trabajaron con implementaciones libres de inteligencia artificial para introducir una mirada que no arrastrase lo peor del pasado, Mirrors que no fuesen turbios sino claros, rojos, violetas, amarillos. Sabía que los datos no eran la última frontera. La biología sintética entraría en conexión con lo acumulado. Aparecerían nuevos servicios que estarían en manos de quienes pudieran sufragar grandes laboratorios. Pero empezaron a trabajar en proyectos de laboratorios modulares.

Entre tanto, y aquel fue el hecho verdaderamente incontrolable, cambió de vida. Porque comenzaron las interacciones. Una interacción es mucho más que pulsar un enlace o un signo del menú cerrado y ofrecido, mucho más que escribir un comentario. Consiste en actuar con un propósito común e involucrarse en los procesos que se desencadenan.

Tenía algo que hacer junto con otras personas, algo no impuesto desde fuera. Muchos años atrás, a una sensación parecida, alguien la llamó sentido del momento histórico. Cuando ocurre, otras cosas pierden relieve: rencillas internas, la falta de sueño, una temperatura desapacible, la competencia, el aura de cada objeto de consumo… Porque se sustituye la motivación de lucro por la motivación de logro. A continuación, la motivación de logro deja de consistir en que reconozcan el valor de lo conseguido empresas o grupos a quienes, en el fondo, no admira. Y llama logro a hacer bien aquello que sí le importa.

Grandes conflictos siguen en pie: la salud amenazada, la explotación, el machismo, la apropiación ilegítima y el consiguiente control no democrático de recursos (no sólo naturales), las clases, la emigración forzosa, el racismo. Pero empieza a saberse libre. Y la libertad no es lo contrario de la igualdad sino el lugar donde la igualdad crece. Quienes oponían la igualdad a la libertad estaban hablando de una libertad supuesta, limitada y bajo supervisión. La fingida libertad de plegarse al proceso estructural destructivo.

La otra, la libertad sin nada, la que ahora deposita su cuerpo en cualquier calle, en cualquier explanada o en una playa, toma en cuenta que ella o él o elle es una red interdependiente y, al mismo tiempo, indómita y subjetiva. Sabe que, si caen, quienes dominan no les protegerán. Esa libertad se construye siempre desde lo más frágil, frugal, desde lo más bajo y oprimido, desde lo menor.

Hoy el abandono es lento pero imparable.

Simula esforzarse para las estructuras creadas por el capital pero en realidad no lo hace. Su verdadera energía está puesta en construir prototipos de otra vida no futura sino presente. Durante mucho tiempo oyó que los medios condicionan los fines, y resulta lógico. Hoy sabe que también sucede en el sentido opuesto: los fines de rentabilidad y expansión, condicionan los medios, los bombardeos, la desdicha. Ahora sus fines son sus medios. Continúan las plazas y las luchas. Entre los árboles descortezados, no está bajo supervisión.



Índice de imágenes
1. Lucro_Logro (ColaBoraBora, cc by sa).
2. Importe_Importa (ColaBoraBora, cc by sa).
3. Belén Gopegui (Mauricio Retiz, cc by sa).

Belén Gopegui. Novelista. Ha narrado, entre otras historias, el papel del dinero en la amistad y los afectos en La conquista del aire (1998), dio voz a un colectivo de colectivos en El Padre de Blancanieves (2007) y a una adolescente en busca de un código propio en Deseo de ser punk (2009). Abordó el software libre en un libro juvenil: El amigo que surgió de un viejo ordenador(2012). En 2015 se publicó una selección de sus ensayos titulada Rompiendo algo. Sus tres últimas novelas proponen tres visiones de la red, a través de un hacker que entra en el ordenador de una vicepresidenta en Acceso no autorizado (2011), mediante un comité internacional y clandestino en El comité de la noche (2014) y con un currículum singular de cincuenta mil palabras dirigido a Google en Quédate este día y esta noche conmigo (2017).

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