En 1896 James Mooney relata en el resumen anual de la Oficina de Etnografía Americana el testimonio del profeta sioux Smohalla: “Es un pecado herir o cortar, descarnar o arañar a nuestra madre común con los trabajos agrícolas. ¿Me pedís que trabaje la tierra? ¿Os creéis que tomaría un cuchillo y lo hundiría en el seno de mi madre? Si así lo hiciese, al morir ya no me acogería en su seno ¿Me pedís que labre y quite las piedras? ¿Os creéis que mutilaría sus carnes a fin de llegar a sus huesos? Si así lo hiciera no podría entrar en su cuerpo para nacer de nuevo ¿Me pedís que corte la hierba y el heno, que lo venda y me enriquezca como los blancos? ¿Cómo osaría cortarle la cabellera a mi madre?”

El profeta Smohalla no hacen sino expresar la manera tan distinta que tienen el hombre blanco moderno y el piel roja de relacionarse con la naturaleza. De hecho, mientras aquellos permanecieron acoplados a la naturaleza desde la noche de los tiempos, en los últimos 1000 años Occidente ha aumentado la producción per cápita por 13, la población por 22 y, en fin, la economía se ha vuelto 286 veces más grande. No sólo eso, con un crecimiento anual de tan sólo el 1,5%, sociedades como la europea, la japonesa y la norteamericana han crecido un 50% cada 30 años.

No hay ninguna duda de que esta poderosa e irresistible tendencia a crecer que habita el alma del mundo moderno se ha visto favorecida por el poder y productividad que le proporciona la técnica. Ahora bien, ¿cuándo aparece en Occidente esta voluntad tecnoeconómica de intervención que, entre otras cosas, convierte la naturaleza en un objeto controlable? En Grecia, pues viene de la presunción metafísica de que todo se le aparece al hombre como material de trabajo. Sin embargo, esta actitud interventiva del hombre occidental tiene efectos perversos si hacemos caso a Heidegger. En su opinión la técnica, en tanto que poiesis, “hace salir algo del estado de ocultamiento al de desocultamiento”, y ese algo que hace salir es la verdad, la alezeia -lo des-ocultado-. En relación a la naturaleza, la técnica “es una provocación que pone ante ella la exigencia de suministrar energía que, como tal, puede ser extraída y almacenada”. No obstante, este provocar a la naturaleza sólo puede darse -y esto es importante- en la medida en que “el hombre está ya provocado a extraer energías naturales”. Así pues, está en el ser del hombre su capacidad de desocultar. En el hombre moderno esta solicitación se muestra ante todo en el florecimiento de las ciencias exactas con las que “se persigue a la naturaleza como una rama de fuerzas calculables”. Sin embargo -y aquí aparece lo que Heidegger más teme- esta acción científico-técnica encargada de desocultar “alberga el peligro de que el hombre se equivoque con lo no oculto y lo malinterprete”. Sucede cuando con su actuar se cree “el señor de la tierra”. Más exactamente, el abuso de la técnica “amenaza con la posibilidad de que al hombre le pueda ser negado entrar en un hacer salir de lo oculto más originario y la exhortación de una verdad, más original”: “que el hombre ingrese en la suprema dignidad de su esencia”.

Se ha solido calificar a Heidegger de tecnófobo. Sin embargo, no creo que ese calificativo sea muy pertinente pues lo que Heidegger repudia es el modo como la técnica ha sido entendida por la cultura Occidental y singularmente en la Modernidad. Nuestra civilización sólo ha considerado el objeto técnico según la capacidad de dominio que proporciona. Sin embargo, el objeto técnico, más allá de su utilidad, es una manifestación del ser. En concreto manifiesta un universo mental y práctico que, siguiendo a Simondon, podemos denominar “tecnicidad”. Y es que el objeto técnico es, antes que nada, resultado de un acto de invención que exige habilidad para usarlo, pericia para repararlo y, en fin, un conocimiento profundo de su funcionamiento. Este acoplamiento sujeto-objeto que originalmente provoca y exige la tecnicidad ha sido traicionado por la Modernidad. En efecto, nuestras estructuras social, económica y mental han convertido a las máquinas en objetos alienantes.

Por lo tanto, el problema no es la técnica sino la voluntad de dominio. Esa voluntad es la culpable de nuestro alejamiento de la naturaleza. Bateson ha explicado ese alejamiento con una parábola de inspiración bíblica. Hubo una vez un huerto fértil y en uno de los árboles había un fruto que nadie podía alcanzar. “Entonces comenzaron a pensar. Y ese fue el error. Comenzar a pensar con propósito”. Hicieron un plan, tomaron la manzana y continuaron haciendo las cosas de manera planificada. “Muy pronto varias especies de plantas se convirtieron en maleza y algunas especies en pestes”. Fue entonces cuando Adán dijo: “es un Dios vengativo. Jamás debí comer de esa manzana”. Adán es, según Bateson, doblemente idiota. Primero, porque piensa que ha pecado; y segundo, porque opina que Dios es injusto. Su auténtico problema no está en su alma propensa a sentirse culpable ni en que, en consecuencia, haya imaginado un dios vengativo -esos son otros problemas que trataremos más adelante- sino en su propia mente, en su déficit de sabiduría sistémica, en no saber encarnarse en el mundo que le ha tocado vivir.

Cioran, en unas páginas memorables, ha sido bastante más contundente y despiadado con este tipo de hombre. Su delirio interventivo nace de una debilidad congénita evidente frente al resto de especies, su escasa capacidad para subsistir y afirmarse a sí mismo, así como de una imaginación desbordante que tomará como material de delirio su déficit adaptativo y que le llevará a querer emular a los dioses. En realidad, “no es él, son el león o el tigre quienes debieron ocupar el sitio que el hombre tiene entre las creaturas. Pero no son nunca los fuertes, sino los débiles, los que aspiran al poder y lo alcanzan mediante el esfuerzo combinado de la astucia y el delirio”. No es pues el hombre -entiende Cioran- la culminación de ninguna obra. Más bien al contrario. “Aparece en el conjunto de la naturaleza como un aguafiestas, un extravagante, un descarriado que todo lo complica”. Es pues un “tránsfuga del ser”. Y éste es el auténtico problema. De ahí el lamento que lanza Mefistófeles a Dios por la condición del hombre: “Un poco mejor viviría / si tú no le hubieses dado la ilusión de la luz del cielo; / la llama razón y la emplea únicamente / para ser más bestia que todas las bestias”.

Fuera de Grecia y de la cultura judeocristiana no encontramos tanto antropocentrismo ni tan exagerados delirios interventivos. El taoísmo, por ejemplo, propone un tipo de intervención y un modo de conocer reducidos a su mínima expresión. Así, como norma de conducta, el wu wei recomienda el no hacer siguiendo la línea de menor resistencia o esperando el momento del retorno. Las artes marciales, la agricultura de Egipto, basada en las periódicas crecidas del Nilo, o el aprovechamiento de las energías eólica, maremotriz y solar, podrían ser algunos ejemplos prácticos, antiguos y contemporáneos, de esta máxima. El modo de lograr la eficacia es pues en la cultura china bien distinto al nuestro. No se trata de forzar violentamente que las cosas sucedan sino de aprovechar el che o “potencial de la disposición”. En la guerra, la política, la pintura, la caligrafía, la poesía, etc., la civilización china ha seguido un rumbo diferente al nuestro. En lugar de forzarlas hay que dejar que las cosas sean y adaptarse a ellas. También en la premodernidad occidental la voluntad de dominio proyectada sobre la naturaleza era menos acusada de lo que lo es hoy. Así, por ejemplo, la labor de herreros, metalúrgicos y mineros solía estar rodeada de rituales de purificación por entenderse que se aceleraba el proceso de maduración natural de los minerales. En cambio, en la modernidad todo es muy diferente. El instinto de dominio dará lugar a una sistemática y calculada explotación de la naturaleza.

En el caso de los animales domésticos no humanos, la explotación se ha elevado hasta límites insoportables para los animalistas. Quizás porque actúa sobre un fondo de cohabitación y hasta coevolución, aún activo y presente desde la noche de los tiempos, tal como muestra la todavía muy extendida costumbre de comparar a los hombres con toros, linces, perros, cerdos, burros, zorros, gallinas, buitres, ratas, etc., poniendo así de manifiesto que humanos y no humanos no son tan distintos, al menos en su interior o “personalidad”. Este hábito incluso dio lugar a un género literario, las fábulas de Esopo primero, las de La Fontaine en el siglo XVII y las de Samaniego en el siglo XVIII. Todas ellas tienen el mismo objetivo: ilustrar en términos morales sobre el comportamiento humano tomando como base narraciones protagonizadas por no humanos. También hay que recordar los cuentos populares (“Los tres cerditos”, el lobo de “Caperucita Roja”, etc.) y la convivencia entre humanos y animales que todavía nos transmiten series de tv y fimes, a pesar de que otras especies de no humanos (monstruos, extraterrestres, máquinas, juguetes, robots, etc.) tienen ya un lugar estelar en el imaginario colectivo contemporáneo.

La voluntad explotadora de los animales nace de otro suelo intelectual u ontología para la que, si bien entre humanos y no humanos hay cierta similitud física relatada por la ciencia (pues, según dice, la mosca del vinagre y nosotros compartimos hasta el 90% del genoma y el corazón de los cerdos es idéntico al nuestro, lo que permite hacer válvulas con él), desde el origen del logos y de la civilización occidental se postuló que nosotros tenemos cualidades interiores, como el alma y la cultura, de las que ellos carecen. Esta presunción culminará con Descartes, para quien la línea evolutiva que Aristóteles presumió entre ellos y nosotros o el instinto en el que el cristianismo los recluyó, desaparecen, al considerarse que el animal no humano apenas es una máquina cuya única capacidad es la de reaccionar a estímulos físicos y químicos. Por eso, en un tratado de zootecnia escrito en 1888, A. Sanson pudo hablar tranquilamente de “máquinas animales”, es decir, de “un objeto complejo destinado a transformar la energía y a utilizar esa transformación” para producir las carnes, pieles, huevos, leches que los humanos consumimos. En los últimos tiempos, el animal todavía no ha abandonado esta condición de “útil industrial”, aunque la reclamación del bienestar animal (solicitado para mejorar la calidad de la carne -según el punto de vista del consumidor- y la propia vida del animal -según los defensores de los no humanos-) parece apuntar a una recuperación del vínculo de cohabitación

En realidad, ese vínculo, tal como muestra el estudio del trabajo diario de los ganaderos y operarios en las granjas tecnologizadas nunca ha desaparecido. Ciertas encuestas muestran que, a pesar de imperar el modelo taylorista, siempre ha habido una relación de amistad entre cuidador y animal. En efecto, el 84% dice que está bien con los animales y piensa que ellos también están bien con él. Así que entre las rendijas del gigantesco edificio filosófico-tecnológico que redujo los no humanos a útiles industriales sobrevive la cohabitación. El problema es que a este “instinto” le falta desarrollo pues el hábito que lo permitiría está enterrado.

No ocurre así en otras partes del mundo que han esquivado el modelo zootécnico o todavía no les ha llegado, pues la cohabitación y simbiosis entre humanos y no humanos, tanto domésticos como no se ha mantenido. Es el caso del curioso acuerdo entre un pequeño pájaro y varias comunidades de Mozambique. Al primero le encanta comer la cera de las colmenas de abejas y las localiza con facilidad. Pero como teme las picaduras de los insectos, guía a las gentes de las comunidades vecinas hasta las colmenas para que, al ahuyentarlos para poder recolectar la miel, dejen también libre y sin peligro el acceso a la cera.

 José Angel Bergua es sociósofo

IC4RO

IC4O reúne a 22 gentes provenientes de la sociología y la filosofía de ocho universidades españolas, así como a varios artistas. Se interesan por la creatividad e innovación sociales e igualmente por el papel que pueda tener el arte en todo ello. Desde hace unos cuantos años vienen colaborando en varias investigaciones e intervenciones sociales.

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