Me acuerdo de cómo eran los relatos en torno a la idea de IA (Inteligencia Artificial). A nadie parecía molestarle que cuando imaginábamos un futuro blanco, impoluto, educado, higiénico, en realidad muchos de los relatos que se generaban sobre cómo iban a ser estos entes autónomos no humanos, tenían una concepción utópica y algo naif. Por supuesto también había distopía: robots que vienen a matarnos, robots que se rebelan, robots que no hacen lo que se espera de ellos.

Por Felipe G. Gil

No éramos ajenos a esta dicotomía. Y supongo que durante mucho tiempo lo que nos gobernaba era el miedo. Con la precariedad, las dificultades que tuvimos para acceder a una vivienda digna y la cantidad de tronados en puestos de poder que hubo durante años, supongo que la única posibilidad era pensar que terminaríamos en una suerte de Mad Max, donde el neoliberalismo habría llevado hasta sus extremos el “búscate la vida” y las reglas sobre cómo sobrevivir serían inexistentes. Pero evidentemente, también proyectábamos nuestros deseos utópicos.

La idea de vivir en un mundo donde el trabajo remunerado no fuera una obsesión, donde la promesa de que la Inteligencia Artificial y la tecnología podrían reemplazar la mano de obra humana para poder vivir en una sociedad donde erradicáramos la pobreza, la desigualdad y nos centráramos en mejorar y crecer como especie, eran un anhelo evidente para quienes creíamos en que otro mundo era posible.

Supongo que ha pasado siempre, como cuando surgió Internet: se pensó como herramienta militar y luego se convirtió en la mayor oportunidad de la historia para democratizar y viralizar el conocimiento… pero también el odio. Como decía Aaron Swartz en una de sus entrevistas: “Hay dos tipos de perspectivas antagónicas. Todo es genial e Internet creó toda esta libertad y todo será fantástico… o todo es terrible, Internet creó todas esas herramientas para perseguirte y espiarte y controlar lo que decimos. Y la cosa es que ambas son ciertas. Internet creó ambas y ambas son sorprendentes y extraordinarias. Y cuál de las dos triunfará en el largo plazo dependerá de nosotros”. Precisamente por esas visiones antagónicas que todos tenemos, no creo que nadie esperara lo que sucedió.

Todo empezó con los sistemas de publicación automática. Google implementó un sistema que nos redactaba emails en función de todo lo que habíamos escrito previamente. Spotify empezó a generar recomendaciones a nuestras redes basadas en nuestros gustos. Facebook comenzó a pedir permiso para redactar estados en nuestro nombre. Twitter nos proponía hacer RTs o FAVs en función de nuestro rastro digital. Era creepy, pero también era cómodo y mantenían la ficción de que ‘estábamos siempre activas’.

Al mismo tiempo que esto pasaba, se recrudecía el debate sobre el anonimato en Internet. La reelección de Trump volvió a poner sobre la mesa la importancia de intervenir sobre el discurso del odio en redes. Fue una época sorprendente. Hablamos de que incluso quién se consideraba progresista, de izquierdas o comprometido socialmente, comenzaba a apoyar las tesis reguladoras. Y en parte era comprensible: ¿cómo parar el aumento de discursos xenófobos o racistas? ¿Cómo detener el machismo? Las redes eran campos de batalla donde se dilucidaba la construcción de un nuevo sentido común. Y de momento, al menos en las elecciones y con los votos en la mano, ganaban aquellos que querían dividirnos y plantear un mundo departamentado y amurallado.

En el fondo, a las administraciones conservadoras les venía muy bien eliminar el anonimato. Si todo el mundo podía ser identificado rápidamente, iba a ser mucho más rápido responder de forma punitiva ante lo que el sistema considerase una disidencia intolerable. Esto hubiera sido alentador si no fuera porque lo que empezó a reprimirse fueron precisamente las voces críticas con el sistema. Y en muchos casos con un fundamento moral y jurídico más que cuestionable. Al mismo tiempo, una mayoría social estuvo de acuerdo en que debíamos hacernos cargo de lo que dijéramos o produjeramos en redes. Fue una medida imparable y el anonimato parecía sentenciado. Pero entonces, algo sucedió.

Entre 2020 y 2030, hubo muchas activistas que se dedicaron a trabajar en cómo introducir bots que permitieran cuestionar las bases del discurso dominante. Al principio eran bots que identificaban insultos racistas, machistas, xenófobos, etc. y los reenviaban a grupos de personas que se dedicaban a evaluar el contenido. Estos grupos tenían claro que no se puede delegar la interpretación subjetiva a la máquina y había precedentes pésimos en los que unas comillas malinterpretadas o incluso la propia ironía, el sarcasmo o hasta el mal gusto eran magnificados. Una vez que las personas evaluaban si se trataba de un discurso de odio, los grupos se organizaban para intentar interlocutar pacificamente con las personas que lanzaban estos mensajes. Si pasado un tiempo esto no funcionaba y se producía una reincidencia, utilizaban las propias herramientas de las plataformas para denunciar las cuentas y tratar de suspender la actividad de los usuarios. Pero antes siempre había un intento de interlocución civilizada, de mediación.

Lo que ocurrió es que una vez más, las redes se convirtieron en un campo de batalla amplificado de lo que sucedía fuera de ellas. Los grupos ultraconservadores comenzaron a hacer lo mismo que las activistas: generar bots que directamente desactivaran al resto de bots o simplemente denunciaran cuentas de las personas implicadas en estos movimientos. Lo que había empezado como un intento de mediar y mejorar las cosas, estaba terminando donde había empezado: en un conflicto descontrolado por la hegemonía del discurso. Y fue justo ahí cuando, de nuevo, sucedió lo inesperado.

El colectivo feminista EZPPA (Ejército Zapatista de Programadoras Pacifistas y Anónimas) programó un tipo de contenido que iba más allá de lo conocido. No eran bots convencionales. Eran GIFs animados que se autogeneraban y que se infiltraban en redes. La propia naturaleza de los viejos GIFs siempre fue que su propiedad fuera difusa. Los GIFs no pueden eliminarse tan fácilmente como se bloquea una cuenta, viajan y fluyen de un lado para otro. Basados en un complejo algoritmo que tenía en cuenta cuestiones de lenguaje, cuestiones políticas y sociales e incluso culturales o de actualidad, un servidor de servidores distribuido a lo largo de varios países generaba diariamente millones de GIFs que se infiltraban en redes en busca de generar un impacto y de protestar a favor de los desprotegidos, de los colectivos oprimidos, de quién sufría el discurso del odio.

El código de esta Inteligencia Artificial estaba pensado para interpretar las interacciones y mejorarse automáticamente, con idea de que pudiera autoevaluar: qué mensajes se viralizaban mejor; cuáles eran capaces de cuestionar el discurso de quién había generado un mensaje de odio a través del humor o de otras técnicas; o qué imágenes o mensajes era mejor descartar. Además, el código del algoritmo en que se basaba la herramienta era impreso diariamente en más de 500 lugares en todo el planeta, cambiando cada día la localización para poder garantizar que en caso de que los servidores fueran intervenidos o bloqueados, se iba a poder reproducir rápidamente en cualquier otro lugar.

De repente los GIFs animados empezaron a evolucionar su discurso hacia lugares insospechados. En Croacia consiguieron promover una moción de censura hacia el primer ministro, por un escándalo de corrupción que había sido ocultado y que estos viralizaron. En Brasil consiguieron llegar a los celulares de las comunidades auto-organizadas de las favelas, que montaron la mayor manifestación de la historia del país sobre vivienda y que terminó años más tarde con la abolición definitiva de las condiciones indignas de vida para muchas de estas comunidades y un acuerdo estatal para erradicar la favela como forma de vivienda. En India se produjo un movimiento ecologista cuya campaña consiguió restablecer el acceso al agua por parte de muchas comunidades a las que les había sido privada, al tiempo que se defendía una legislación regional para proteger la salubridad de la misma…

De hecho, dado el origen del movimiento, los GIFs animados autopropusieron cambiarse el nombre y hacerse llamar las GIFs animadas, además de constituirse como colectivo que defendería de nuevo el anonimato responsable y cívico y que seguiría promoviendo cambios sociales y políticos allá donde pudieran intervenir.

 

 

Lo que no recuerdo bien es lo que sucedió en el Estado español. Pero bueno, la memoria es obra de ficción y quizás encontremos algunas GIFs para contarlo otro día.

 

 

Índice de imágenes
Arqueología de gifs enviados desde el futuro por GIFs animadas.

Felipe G. Gil es miembro del equipo de coordinación de ZEMOS98 donde es co-responsable de proyectos internacionales y mediador/facilitador.Activista y autor de más de 50 video-remezclas, colabora con eldiario.es escribiendo sobre innovación social, narrativas digitales y crianza. Intento de padre no machista, tenista voluntarioso, adicto al Tabbouleh y amante de Star Wars.

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