Con unos pocos años de antelación a que se corriera el telón que daba por periclitado el siglo XIX, Friedrich Nietzsche vertía, en ese tono enigmático que tan frecuentemente le caracterizaba, el siguiente aforismo: «Tenemos el arte para no perecer a la verdad». Esta intuición, como otras del pensador, quedó arrinconada en la incomprensión o en la indiferencia de la época. Siguiendo su estela, resultaría sumamente fecundo hacer caso de la advertencia nietzscheana relegada por sus coetáneos al ostracismo. Ella se acompañaba de un guiño en donde se insistía en que su tiempo no estaba todavía apto para entender la trágica fisonomía de su propuesta. Si bien en generaciones venideras, “dentro de cien años”, sí, profetizaba él, se daría el caldo de cultivo idóneo para su recepción.

En última instancia, se trataba de la revelación de una agonía de un largo ciclo histórico-cultural por el que, equivocadamente, había transitado Occidente, del reconocimiento de un definitivo ocaso cultural de un punto de referencia ontológico de carácter absoluto. Era lo por él nombrado como “Dios”.  Que es aquí lo mismo que decir la Verdad. O, llegados hasta este punto, una expresión sucedánea de ella. Un pretendido suelo firme en donde pudiera hallar sostén la moral, el conocimiento y, a fin de cuentas, el sentido de nuestra existencia. Pues bien, no es solamente -que también- el vaciamiento del contenido del privilegiado epicentro por esta Verdad ocupado, sino la sospecha extendida al vaciamiento del mismo epicentro que había acogido muy variopintas traducciones. Lo que, en definitiva, Nietzsche había calificado de nihilismo. Condensado diagnóstico final de un unidireccional proceso histórico cargado de gravedad en sus prerrogativas. Ciertamente nuestro autor no se lo ponía nada fácil a la gente de su tiempo, al instarles a aprender a vivir sin esa Verdad.

A día de hoy, empero, resulta tentadora la siguiente interrogante: ¿Cómo ha evolucionado históricamente una cultura desprovista de “Dios”, que se ha visto imperiosamente obligada culturalmente a la aceptación de una vida vivida sin la garantía reportada por la Verdad?. Y, sobre todo, ¿qué tendrá que ver esta eventualidad circundante con la creatividad? Sin duda una aproximación a la respuesta a estas dos entrelazadas interrogantes contribuiría a clarificar, en gran medida, la particular quintaesencia de nuestro presente. Tampoco pretendemos apuntalar aquí una enésima tesis, pretendidamente innovadora, en torno al proceso cultural ampliamente conocido como la secularización. Sin embargo, bien es cierto que, si proseguimos la estela de Nietzsche, es preciso aceptar que la Verdad es indisociable de un enmascarado valor que late en su oculto trasfondo. En consecuencia, interesa ver qué puede haber quedado actualmente del valor -“humano, demasiado humano”, como ahora ya sí, para bien o para mal, sabemos- que no encuentra ni que, es más, puede encontrar ya asidero en la solidez de una Verdad. Pues ocurre que la naturaleza de este valor se ve irremediablemente abocada a un desplazamiento. Se disuelve en una caracterización en virtud de la cual pasa a ser considerada como nada más -y nada menos- que el fruto originado por una insondable creatividad humana.

52 - Susana Vacas, también cuando duerme, cree (iratxe unzueta)

Susana Vacas

Curiosamente, esta circunstancia puede proporcionar una pista interesante del por qué la creatividad se habría generalizado socialmente en las minúsculas prácticas cotidianas. Puesto que, a decir verdad, es un hecho ostensible que la creatividad ha inundado por doquier el día a día de nuestras sociedades. En el fondo, apuntaríamos, para procurar contrarrestar una cultura de acento nihilista, para afrontar “un desierto que crece”. Vale decir que para engañar, auto-engañándose, a una vida sumida en la negación de sí misma. Por este esencial motivo, el individuo inserto en nuestra desarraigada y ciertamente desangelada modernidad tardía se ha visto forzado a hacer de su tesitura vital una singularizada e inacabada obra de arte. Una vez percatado de que el único valor con al menos visos de una provisional garantía radicaría, precisamente, en el de un compromiso último con una destilada creación del propio valor. De paso, aceptando, de antemano, la inevitable fragilidad y precariedad de éste, una vez desenmascarada la sustancia antropológica de la cual emana. Una disyuntiva barajada entre nihilismo o estetización de la existencia. Este parece ser el quid de la cuestión. No equiparando aquí la connotación del término estética con la de un mero embellecimiento del mundo. Más bien, ventilándose como un compromiso creativo, que diría Michel Foucault de la espiritualidad, con “un cierto modo de ser” y con “las transformaciones que el sujeto debe hacer en sí mismo para acceder a dicho modo de ser”. Si bien teniendo indudablemente presente que la interpretación de un tal compromiso no pasaría por la identificación con una vía de acceso particularmente perfilada a partir de una variante genuinamente ascética de conocimiento. De manera que, siendo del todo justos, en lugar de un estricto “cuidado de uno mismo” convendría hablar, más atinadamente, de una infatigable e inconclusa “creación de uno mismo”.

Digámoslo todo. El estatuto de esta estetización no goza de demasiada buena prensa. Tanto entre los nostálgicos de la seguridad reportada por el arraigo a los patrones del pasado como entre los necesitados de la certidumbre en una promesa de futuro. No obstante, más avanzaríamos en la inteligibilidad de los códigos de la sociedad más actual si en lugar de prejuzgarla en términos subrepticiamente morales procurásemos descifrarla como lo que, en realidad, es: un síntoma. Siempre habrá quienes objeten, muy legítimamente, que ello forma parte de una fetichista lógica cultural acorde a la alienadora lógica mercantil desplegada por el sistema económico capitalista en su fase más tardía y que su tentativa de elucidación debiera encuadrarse, obligatoriamente, en virtud de estas concretas coordenadas circunstanciales. Probablemente no les falte gran parte de razón a quienes a esta perspectiva se adscriben.

Perspectiva indudablemente certera, siempre y cuando no se obvie que, con todo, hay un componente específicamente trágico en esta estetización. Por medio de ella se nos estaría insinuando algo de una profunda e inconsciente sabiduría práctica. Esto es que sólo el arte, preconcebido como una genuina forma de vida presuntamente escultora de valores nacientes, se torna como un, ilusorio o no, antídoto para encarar, sin unas claras premoniciones de éxito, que diría Max Weber, “el severo rostro de nuestro tiempo”. Un tiempo carente no solamente del apoyo en el subsuelo firme de una Verdad, sino, también, de un horizonte nítidamente perfilado que pudiera guiar conjuntamente las expectativas colectivas.

Cabe señalar que esta creatividad, evidentemente alejada de su tan manoseado uso en el concierto empresarial vigente, ha sido una fuente de inspiración del modo de vida de ciertas élites en el itinerario de Occidente. Sin duda lo ha sido de las romanas en la Antigüedad tardía, como también de una buena parte de la aristocracia durante el Antiguo Régimen. Salió de esta reclusión elitista, popularizándose, a raíz de la irrupción del fenómeno de la bohemia en el siglo XIX. Sorprendentemente, parece ahora haber advenido y haberse diseminado completamente, aunque con un rostro todavía borroso, por todos los entresijos cotidianos.

En paralelo a lo anterior, el discurso de las élites actuales, las mediáticas, políticas y económicas, con su insidiosa y recurrente apelación a nueva “vuelta a los valores”, se ha asimilado como una verborrea definitivamente cansina, cuando no empalagosa, a los ojos de gran parte de los integrantes en las últimas generaciones. Esta extendida desazón, de una difícil o si cabe imposible neutralización, provoca, consiguientemente, una notoria preocupación por parte de aquellas. Por otra parte, estas mismas élites han comenzado a apreciar esta apelación como algo funcionalmente ineficaz, en términos ideológicos, para la legitimación de la defensa de sus intereses económicos y políticos.

Naturalmente que alguien anhele transmutar creativamente su desencantada cotidianidad, recurriendo para ello a fórmulas tan aparentemente livianas como pudieran ser el allegarse a la escritura personal en blogs, la originalidad en la realización de selfies, el reencuentro con la naturaleza junto a amistades y a través de la participación en rutas de senderismo, el seguimiento de un curso de arteterapia o lo que fuese, puede resultar, sin duda,  frívolo o incluso pueril. Pero no olvidemos que el reto sociológico más genuino no consiste en un sojuzgamiento -bien sea éste condicionado por unos aprióricos parámetros morales, estéticos o epistemológicos- sino en una comprensión de una, siempre altamente compleja por escurridiza, sintomatología cultural, por muy banal que ella en principio nos resulte. En esta casuística, se trataría de comprender el por qué de la constante aparición y desaparición de unas formas culturales presuntamente cargadas de una tan líquida como perentoria estética. Sobrepasados ya los cien años que Nietzsche vaticinara como intervalo temporal para estar en condiciones de asumir su propuesta, es fácil percatarse que estas fórmulas no alcanzarán el elevado propósito de transformar enteramente la existencia, que a buen seguro no estarán a la altura del listón fijado por el pensador alemán. Aunque, sin adoptar una postura complaciente, justificadora o alabadora, presumimos que viven y que agotan su vivir en un ficticio sucedáneo de la sísifica tentativa nietzscheana consagrada a una transfiguración de la verdad a través del arte.

En efecto, desde hace ya algunas décadas se constata no sólo la defunción de “Dios”, sino, además, de las sustitutivas contraimágenes modernas que ansiaron reemplazar su centralidad operativa en clave laica -léase La Política, La Ciencia o la Nación, entre otras varias-. Es evidente que ellas, aún pudiendo seguir gozando de una aparente buena salud, han perdido realmente crédito en su intentona por autoproclamarse como macrodirectrices rectoras del acontecer histórico. Únicamente queda a mano la creatividad, heredera directa de la imaginación. Pero, en realidad, porque no queda otra. De ahí que la subjetividad de nuestro individuo, desnortado náufrago en esta desarraigada modernidad tardía, se vea inevitablemente destinada a una incesante e inconclusa reinvención de sí misma. Es más, a morir en su intento. Con el consiguiente desgaste e incertidumbre vivencial que ello entraña. O, en caso contrario, a engrosar el innumerable listado de los ostensiblemente malhumorados, cuando no de los técnicamente etiquetados como deprimidos. Las víctimas zombies de lo que abunda en denominarse, no sin una renovada semántica apocalíptica, “el mal de nuestro tiempo”. Parafraseando a Walter Benjamin, los actuales «vencidos por la historia».

 images  Enrique Carretero Pasin es Licenciado en Filosofía y Doctor en Sociología. Profesor de Filosofía en enseñanza de adultos en el IES Rosalía de Castro y Profesor invitado de Sociología en el Instituto de Criminología de la UCS. Es autor de diferentes publicaciones en el campo de la Teoría Sociológica, la Sociología de la Cultura y la Sociología de la Posmodernidad.

IC4RO

IC4O reúne a 22 gentes provenientes de la sociología y la filosofía de ocho universidades españolas, así como a varios artistas. Se interesan por la creatividad e innovación sociales e igualmente por el papel que pueda tener el arte en todo ello. Desde hace unos cuantos años vienen colaborando en varias investigaciones e intervenciones sociales.

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